Los gigantes farmacéuticos estadounidenses están demandando para bloquear el primer intento del gobierno federal de regular los precios de los medicamentos.
La Ley de Reducción de la Inflación del año pasado incluía lo que a primera vista parece una propuesta modesta: el gobierno federal estaría por primera vez habilitado para negociar los precios que Medicare paga por los medicamentos, pero sólo para 10 medicamentos muy caros a partir de 2026 (15 adicionales en 2027 y 2028, y se agregarán más en años posteriores).
Otra disposición requeriría que los fabricantes pagaran reembolsos a Medicare por los precios de los medicamentos que aumentaran más rápido que la inflación.
Esas disposiciones por sí solas podrían reducir el déficit federal en 237 mil millones de dólares en 10 años, calculó la Oficina de Presupuesto del Congreso. Esos enormes ahorros provendrían de reducir los precios de los medicamentos, que cuestan un promedio de 3,44 veces (a veces hasta 10 veces) lo que cuestan los mismos medicamentos de marca en otros países desarrollados, donde los gobiernos ya negocian los precios.
Estos pequeños pasos fueron un intento de controlar el único tipo importante de gasto en salud de Medicare —el costo de los medicamentos recetados— que no ha sido controlado o limitado por el gobierno.
Pero también fueron un llamado a las armas para la industria farmacéutica en una batalla que suponía había ganado: cuando el Congreso aprobó el beneficio de cobertura de medicamentos recetados de Medicare (Parte D) en 2003, el intenso lobby de la industria resultó en una inserción de último minuto que prohibía a Medicare negociar esos precios.
Sin barreras, los precios de algunos medicamentos existentes se han disparado, incluso cuando han caído drásticamente en otros países. Los nuevos medicamentos, algunos con beneficios mínimos, tienen precios enormes, respaldados por el lobby y el marketing.
El AZT, el primer fármaco que logró tratar con éxito el VIH/SIDA, fue etiquetado a finales de los años 80 como “el fármaco más caro de la historia”. Su costo de 8.000 dólares al año fue definido como “inhumano” en un artículo de opinión de The New York Times. Ahora, decenas de medicamentos, muchos de ellos con beneficios mucho menores, cuestan más de 50.000 dólares al año. Diez medicamentos, utilizados principalmente para tratar enfermedades raras, cuestan más de 700.000 dólares al año.
Los fabricantes farmacéuticos dicen que los altos precios estadounidenses respaldan la investigación y el desarrollo y señalan que los estadounidenses tienden a recibir primero los nuevos tratamientos. Pero investigaciones recientes han demostrado que el precio de un medicamento no está relacionado ni con la cantidad de investigación y desarrollo necesarios para llevarlo al mercado ni con su valor terapéutico.
Y en Estados Unidos, antes que nada vender medicamentos primero es una buena estrategia comercial. Al introducir un medicamento en un país desarrollado con un escrutinio limitado sobre el precio, los fabricantes pueden poner un sello distintivo para negociar con otras naciones.
Éstos son sólo algunos de los muchos ejemplos de prácticas de fijación de precios de medicamentos que han llevado a los consumidores a exigir cambios.
La prueba A es Humira, el fármaco más vendido de la historia, que le ha reportado a AbbVie 200 mil millones de dólares en dos décadas. Eficaz en el tratamiento de diversas enfermedades autoinmunes, su patente principal, la del producto biológico, expiró en 2016. Pero para fines comerciales, la “patente de control”, la última en expirar, es mucho más importante ya que permite un monopolio continuo.
AbbVie cubrió a Humira con 165 patentes periféricas, que abarcan cosas como un paso de fabricación o una formulación ligeramente nueva, creando la llamada maraña de patentes, lo que dificulta que los fabricantes de genéricos produzcan imitaciones de menor costo. (Cuando amenazaron con hacerlo, AbbVie a menudo les ofreció ofertas valiosas para no ingresar al mercado).
Mientras tanto, continuó aumentando el precio del medicamento, más recientemente a 88.000 dólares al año. En 2023, genéricos similares a Humira (llamados biosimilares por su tipo de molécula) están ingresando al mercado estadounidense; han estado disponibles por una fracción del precio en Europa durante cinco años.
Otro ejemplo, Revlimid, un medicamento de Celgene (ahora parte de Bristol Myers Squibb), que trata el mieloma múltiple. En 2006, obtuvo la aprobación de la Administración de Drogas y Alimentos (FDA) para tratar esa enfermedad anteriormente mortal por alrededor de 4.500 dólares al mes; hoy se vende al triple. ¿Por qué? El director ejecutivo de la empresa explicó que los aumentos de precios eran simplemente una “oportunidad legítima” para mejorar el “desempeño” financiero.
Dado que hay que tomarlo de por vida para mantener ese cáncer bajo control, los pacientes que quieren vivir (o sus aseguradoras) no han tenido más remedio que pagar. Aunque la protección de la patente de Revlimid expiró en 2022, Celgene evitó una competencia significativa de reducción de precios ofreciendo a los competidores genéricos “licencias por volumen limitado” para sus patentes, siempre que aceptaran producir inicialmente una pequeña parte del mercado monopólico del medicamento, valorado en 12.000 millones de dólares.
Par Pharmaceutical, otro laboratorio, maniobró para crear un mercado de gran éxito a partir de un medicamento centenario, el isoproterenol, a través de un programa bien intencionado de la FDA que otorgaba a las empresas un monopolio de tres años a cambio de realizar pruebas formales de los medicamentos en uso por largo tiempo.
Durante esos tres años, Par envolvió su producto de marca, Vasostrict, utilizado para mantener la presión arterial en pacientes críticamente enfermos, con patentes (incluida una sobre el nivel de pH del compuesto) que extendieron su monopolio ocho años más. Par aumentó el precio en un 5,400% entre 2010 y 2020. Cuando la pandemia de covid-19 llenó las unidades de terapia intensiva con pacientes gravemente enfermos, ese aumento les costó a los estadounidenses entre 600 y 900 millones de dólares en el primer año.
Y luego está el AZT y sus sucesores, que ofrecen una vida plena a las personas que viven con VIH. Hoy en día, las píldoras contienen una combinación de dos o tres medicamentos, y la gran mayoría incluye uno similar al AZT, el tenofovir, fabricado por Gilead Sciences. Los medicamentos individuales son viejos y no tienen patente. ¿Por qué entonces estas píldoras combinadas, que se toman de por vida, a veces cuestan 4.000 dólares al mes?
Esto se debe en parte a que muchos fabricantes de píldoras combinadas tienen acuerdos con Gilead para utilizar su costosa versión de marca de tenofovir a cambio de varios favores comerciales. Peter Staley, un activista del VIH, ha estado encabezando una demanda colectiva contra Gilead, alegando “colusión”. El precio negociado por estas pastillas es de cientos de dólares al mes en el Reino Unido, no los miles que cuestan en Estados Unidos.
Frente a estas tácticas, 8 de cada 10 estadounidenses apoyan ahora la negociación de precios de los medicamentos, lo que da al Congreso y a la administración Biden el impulso para actuar y resistir los desafíos legales de las grandes farmacéuticas, que muchos expertos legales ven como un intento desesperado de evitar lo inevitable.
“No creo que tengan un buen caso legal”, dijo Aaron Kesselheim, que estudia los precios de los medicamentos en la Facultad de Medicina de Harvard. “Pero puede retrasar las cosas si pueden encontrar un juez que emita una orden judicial”. E incluso un retraso de un año podría traducirse en mucho dinero.
Sí, los pacientes estadounidenses tienen la suerte de tener acceso primero a medicamentos innovadores. Y, lamentablemente, los pacientes de países que se niegan a pagar de vez en cuando se quedan sin el último tratamiento. Pero, lo que es más triste, según muestran las encuestas, un gran número de estadounidenses están dejando de tomar medicamentos recetados que necesitan porque no pueden pagarlos.