MEXICALI, México – No fue hasta mayo cuando los termómetros alcanzaron los 100 grados en esta ciudad fronteriza mexicana. Tania estaba lavando ropa para sus dos hijas cuando comenzó a sentirse mareada y débil. Se acostó en una cama del asfixiante refugio para migrantes donde estaba con su prometido y sus hijos.
Pero el dolor punzante y las náuseas no desaparecieron, y la mujer se desmayó. La llevaron a un hospital de la Cruz Roja Mexicana, uno de los pocos lugares donde los solicitantes de asilo como ella, que esperan en la frontera de los Estados Unidos para defender su caso, pueden acudir en caso de emergencia.
“De donde vengo, no tenemos un calor como éste”, le dijo a California Healthline recostada en la cama del hospital.
Tania y su familia se encuentran entre los miles de centroamericanos que viven en la incertidumbre en las ciudades fronterizas de México como resultado de las políticas de la administración Trump que requieren que los migrantes esperen las solicitudes de asilo en el lado sur de la frontera.
En Mexicali, una ciudad industrial en expansión de más de 750,000 personas, el frágil ecosistema de refugios está colapsando; algunos operadores han comenzado a cobrar a los solicitantes de asilo por alojamiento y otros servicios. Y con los servicios sociales reducidos, se avecina una nueva amenaza: el calor del verano en una de las regiones más tórridas del planeta.
Históricamente, los migrantes en Mexicali se dirigían hacia la costa de Tijuana en esta época del año en busca de temperaturas más soportables. Muchos, incluida la familia de Tania, ya han emprendido la caminata porque los solicitantes de asilo que cruzan la frontera de Mexicali a Calexico, California, tienen citas en la corte 100 millas al oeste, en el área de San Diego.
Pero la elección de esperar por sus casos de asilo en Tijuana, al otro lado de la frontera de San Diego, implica otras amenazas: refugios saturados y actividad criminal que causó 2,519 asesinatos el año pasado.
Mientras estuvieron en Mexicali, el prometido de Tania trabajó como guardia nocturno en una comunidad cerrada, y ahorró suficiente dinero para que la familia alquilara una habitación en una casa privada cuando llegaron a Tijuana. Pero el dinero no durará hasta su fecha de corte, que es a fines de mayo. Esperan que se abra espacio en un refugio. Si no, no saben a dónde irán.
“Aquí, la gente muere a diario”, dijo Tania. “Básicamente no salimos de casa”.
Tania dice que está tratando de cumplir con el protocolo de los Estados Unidos en su búsqueda de asilo, pero no puede evitar sentirse castigada por seguir las reglas. (Su nombre ha sido cambiado en esta historia, junto con los de otros migrantes, debido a su temor de que hablar con los medios de comunicación pudiera afectar sus procesos de asilo).
Tania y sus hijas dejaron su hogar en las tierras altas de Guatemala en enero. Contó que huyeron después que el padre de sus hijos, quien está involucrado con una pandilla, matara a otro miembro de su familia y la amenazara.
En la frontera sur de México, pasaron meses en un campo de detención esperando una visa humanitaria que les permitiera dirigirse al norte. Al enterarse de los peligros de Tijuana, primero fueron a Mexicali, donde esperaron varias semanas más para que su número cruzara a los Estados Unidos para solicitar asilo en un punto de entrada en Calexico.
Ya era abril. La Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos les dio los documentos para una cita en la corte en San Diego a fines de mayo. Los enviaron de vuelta a Mexicali.
La administración Trump, con la esperanza de disuadir la marea creciente de migrantes centroamericanos que buscan asilo, ha instituido una serie de políticas que hacen que sea más difícil presentar los pedidos. Se supone que los migrantes se presentan en uno de los pocos puntos de entrada designados, y solo un número limitado puede presentar su solicitud cada día. Los migrantes agregan sus nombres a una lista con miles de otros y esperan semanas por su turno.
Desde enero, a la mayoría de las personas que llegan a tres de los puntos designados (San Diego, Calexico y El Paso, Texas) se les asignan fechas de corte y luego se los envía de regreso a México. Los procedimientos legales que siguen pueden extenderse por meses. El resultado es que miles de personas viven en condiciones de hacinamiento y alto riesgo durante períodos prolongados, sin una agenda clara o una solución a la vista.
En Mexicali, el calor representa una amenaza potencialmente letal para los migrantes que viven en condiciones de subsistencia. Las temperaturas de verano superan a diario los 100 grados en el desierto circundante. De acuerdo con los datos del condado, en Imperial, California, al norte de Mexicali, el calor contribuyó con al menos 25 muertes y cientos de visitas a hospitales en 2018.
Las condiciones preexistentes, como enfermedades del corazón, hígado y riñones, pueden exacerbarse por el calor, dijo Rupa Basu, jefe de la sección de epidemiología del aire y el clima en la Agencia de Protección Ambiental de California. Para los grupos vulnerables, como los bebés y los niños, el calor puede ser mortal, incluso si no existen problemas de salud subyacentes.
Las personas a menudo hablan sobre las olas de calor, dijo David Hondula, experto en clima de la Universidad Estatal de Arizona. Pero en el árido suroeste, es un riesgo crónico, estacional, que mejora o empeora en diferentes momentos, como los incendios forestales.
Muchos solicitantes de asilo no están acostumbrados al calor. Vienen de ciudades y pueblos en las montañas de Centroamérica, en donde el clima es templado durante todo el año. En Mexicali, muchos se alojan en refugios en decadencia similares a almacenes, y duermen en colchonetas en habitaciones abiertas y llenas de gente. No tienen ventiladores, y mucho menos aire acondicionado.
Incluso a principios de la primavera, Tania y su familia se sorprendieron por la intensidad del calor, uno de los tantos problemas de salud que surgen en Mexicali. Antes que Tania se desmayara, la cara de su hija Wendy, de 4 años, se llenó de llagas. Buscaron atención en una clínica de Médicos sin Fronteras, donde le diagnosticaron una infección viral.
Conocidos por su trabajo en zonas de guerra y crisis humanitarias, Médicos sin Fronteras se establecieron en Mexicali en abril para una prueba de tres meses. Los médicos dijeron que eligieron Mexicali porque hay muy pocos servicios disponibles para solicitantes de asilo.
A diferencia de las olas de migración pasadas, la mayoría hombres solteros de México que esperaban escabullirse en los Estados Unidos para encontrar trabajo, la afluencia actual está compuesta principalmente por familias que huyen de la pobreza y la violencia en Honduras, Guatemala y El Salvador. La mayoría cruza por áreas remotas de la frontera suroeste: un terreno seco y traicionero que se ha cobrado la vida de miles de migrantes en los últimos 20 años.
La mayoría de las familias que cruzan a través de estas rutas remotas buscan a agentes de la Patrulla Fronteriza y piden asilo. Después de breves estadías en centros de detención federales, muchos son liberados en los Estados Unidos mientras esperan su proceso legal.
En contraste, las familias que siguen las reglas y cruzan por los puertos de entrada designados pueden enfrentar esperas de meses del lado mexicano.
Kelly Overton es la fundadora de Border Kindness, un grupo de caridad que brinda alimentos y apoyo para viajes a los migrantes que viven en los refugios mexicanos. Overton dijo que al principio pensó que esperar en México podía proteger a los migrantes de las condiciones en la detención de inmigrantes en los Estados Unidos. Pero cuanto más tiempo está en Mexicali, más ve cómo las personas son vulnerables a la explotación.
“Cualquier persona que pueda sacar algo de ellos lo hará”, dijo. “Y realmente no hay nada que puedan dar”.
Claudia, guatemalteca quien tiene tres niños, estuvo casi dos meses en Mexicali, primero esperando para solicitar asilo y luego esperando su audiencia inicial. Se pasó los días cocinando para otros en un refugio. Dijo que temía salir porque las pandillas que la habían amenazado en Guatemala seguían enviándole mensajes amenazadores a través de Facebook, diciéndole que la estaban rastreando. Las historias de migrantes a los que habían explotado, robado o secuestrado corrían rápidamente a través del refugio.
A principios de mayo, Claudia y sus hijos se dirigieron a Tijuana con la ayuda de Border Kindness. Estaba decidida a asistir a una audiencia en la corte, a pesar de lo que había oído sobre los peligros de la ciudad, en particular para una madre soltera con niños pequeños. El feroz comercio de metanfetamina, que se ha incrementado dramáticamente en los últimos tiempos, ha convertido a Tijuana en una de las ciudades más mortales del mundo. Mientras la familia viajaba hacia el oeste, el aire se enfriaba, pero su ansiedad aumentaba.
Jeremy Slack, etnógrafo de la Universidad de Texas en El Paso que estudia la seguridad en la frontera, dijo que las largas esperas en la frontera ponen a los migrantes en mayor riesgo de violencia. “¿Cómo llegamos a una política que pone a las personas en mayor peligro, les dificulta las cosas y ayuda a los cárteles de la droga?”, reflexionó.
A mediados de mayo, Claudia y sus hijos fueron a su audiencia inicial en la corte cerca de San Diego. Estaba nerviosa, pero tenía la esperanza que las fotos de sus cicatrices causadas por la violencia en Guatemala, y las capturas de pantalla de los mensajes amenazadores que había recibido desde su partida, proporcionarían pruebas suficientes de que ella no estaba segura en México. El resultado de su espera fue decepcionante: le dijeron que necesitaba un abogado y le dieron otra cita en la corte para mucho más adelante. Llevaron a la familia de nuevo a Tijuana.
Claudia tenía hasta el mediodía del día siguiente para salir de su habitación del hotel, y no tenía dinero para una estadía más larga. No podía encontrar espacio en los refugios de la ciudad. Dijo que estaba segura que alguien la había seguido cuando salió con uno de sus hijos esa noche.
A la mañana siguiente, temprano, se fue con más de una docena de personas. Cruzarían la frontera en algún lugar del desierto y se entregarían a la Patrulla Fronteriza. “Aquí estoy en peligro”, dijo refiriéndose a Tijuana. “No me voy a quedar más tiempo”.